Posmodernidad: La apertura como crisis
Ernesto Rizo
Al caballo de Turín.
Le debemos la popularización del término posmodernidad al filósofo francés Jean-François Lyotard que postuló en su libro La condición posmoderna. Frenarme a describir lo que Lyotard caracterizó como posmodernidad sería un trabajo que ameritaría una tesis y un trabajo más refinado. Trataré de abordar el problema de la posmodernidad desde sus postulados y reflejos en la cultura popular; su uso como término calificativo y sus implicaciones en un contexto donde ya no se parte de discursos hegemónicos.
Lamentablemente en el ámbito filosófico se ha tratado la posmodernidad como un adjetivo calificativo con una carga peyorativa; señala posturas filosóficas dispersas, difusas y desterritorializadas; posturas que ya no tratan de formar un discurso hegemónico, en otras palabras, posicionamientos filosóficos y políticos que no se presentan como explicaciones totales y definidas de una realidad que nunca hemos podido apresar. Dentro de los filósofos que han sido catalogados como posmodernos están Guilles Deleuze, Félix Guattari, Foucault y un gran catálogo de pensadores que desde una tradición analítica -y a veces continental- han sido descalificados dentro de los círculos académicos y filosóficos. Las personas y los pensadores que han utilizado este concepto como la designación de un espacio de pseudo pensamiento y pseudo filosofía han olvidado de la posmodernidad no surge en un momento específico de la historia humana, ni tampoco surge como una condición social y cultural; nace con un pensador alemán que intentó romper la hegemonía de los grandes discursos, surge con el gran pensador Friedrich Nietzsche.
Es reconocido y ampliamente aceptada la interpretación del pensamiento nietzscheano como la contraposición más importante al cristianismo- ese gran monstruo que dominó y sigue dominando gran parte del pensamiento occidental, ocultándose en valoraciones éticas y estéticas, políticas y de género- sin embargo, y la verdadera pelea de Nietzsche era contra la Verdad. Esa condición ontológica y epistemológica que dota de poder a todo discurso, eso que da sentido a la vida humana y determina el posicionamiento de los sujetos frente al mundo; era el verdadero enemigo al cual se tenía que destronar.
Para poder hablar de ello solo hay que remitirnos a un texto de juventud -lo escribió cuando solo tenía 29 años- ese texto paradigmático es la clave para entender eso que llamamos posmodernidad; el texto del cual hablo es Sobre verdad y mentira en sentido extramoral.
En él, Nietzsche se encarga de desmontar ese concepto que es componente de todo discurso, que es condición de posibilidad de todo conocimiento y por lo tanto de toda ciencia y filosofía. La verdad se presenta como una mentira que el ser humano crea para poder habitar el mundo, es la herramienta que necesita para poder establecerse como señor de una realidad inventada y que luego olvida su creación, su poiesis, convirtiéndose en esa Verdad que se presenta como la realidad existente¹. Esa Verdad que se ha perdido en la actualidad -que ha sido desmontada- y que ha sido utilizada para definir la posmodernidad caracterizada como la pérdida del sentido y que ha dado pie a la relatividad de los valores; no es una condición social o cultural, tampoco es un adjetivo calificativo para desdeñar los caminos y las experimentaciones filosóficas de Deleuze, Guattari y Foucault; sino más bien, la condición de apertura a los pequeños discursos, a los posicionamientos políticos que se desterritorializan; a la valorización de esas identidades periféricas que no encajan con esa Verdad -verdad con mayúscula conforma la hegemonía discursiva- y que se oculta en la sombra de esa muerte de Dios que tanto se le celebra a Nietzsche.
La posmodernidad no puede ser pensada como un momento histórico, ni como un adjetivo, sino más bien, como la posibilidad de interactuar con el mundo desde una postura más abierta que no dependa de una llamada “realidad” impuesta por discursos que desdeñan todas aquellas verdades o ficciones que intentan existir y que son excluidas por no someterse a esa sombra siniestra y tenebrosa que Nietzsche se encargó de atacar.
Si bien se pueden correr riesgos -como en toda apertura y en toda nueva búsqueda- como la comercialización y apropiación de los manifestaciones culturales y artísticas periféricas, la estandarización de las identidades para venderlas y consumirlas en masa; no debemos de olvidar que todo inicio es proceso de creación y esto conlleva fallos y caídas; pero la posibilidad y la potencialidad que se presenta para generar nuevas formas de convivir y de experimentar el mundo, se presenta como la única opción para romper con una realidad impuesta que todavía busca sobrevivir y asfixiar modos de vida que no se comprometen con esa gran y terrible Verdad.